especiales /TIBURÓN: LA MÁS REALISTA DE LAS PELÍCULAS SOBRE PANDEMIAS

Ni Contagio ni Epidemia (de hecho, sobre esta última ya mencionamos porqué es una de las menos verosímiles en este artículo): la película que retrata de manera más cruda y realista los efectos inmediatos de una pandemia es ni más ni menos Tiburón (Jaws), la obra maestra de Spielberg.

Sí, por supuesto que esta teoría se sostiene desde lo simbólico y no lo literal, pero aún así existen tantos motivos para decir que la amenaza invisible que representa el tiburón, especialmente durante la primera mitad de la película, en la ficticia isla de Amity Island (en la vida real,  Martha’s Vineyard, a poco más de 100km de la ciudad de Boston), que conviene abandonar los tecnicismos y detenerse a analizar cómo esta historia de pánico y terror en las playas tiene mucho más que ver con una pandemia, que otros films que se concentran apenas en lo científico.

Como vemos actualmente, conforme a cómo avanzan los días de lucha contra el COVID-19, el aspecto médico-científico es apenas una de las tantas consecuencias que trae consigo una pandemia. El pánico generalizado induce al miedo en la población, y cómo reaccionan sus gobernantes para hacerle frente a este “enemigo oculto”, tiene consecuencias directas tanto en lo social como lo económico y político. La falsa dicotomía “economía vs. salud” (más sobre el tema en los próximos párrafos) oculta una crisis previa al evento que no hace más que evidenciarla.

mayor vaughn

Pero volvamos por un momento a la ficción: una amenaza desconocida aparece en la tranquila comunidad costera de Amity Island, eliminando lenta y silenciosamente a sus habitantes. Al principio, los expertos no tienen idea de qué es lo que está pasando. ¿Se trata de un animal suelto? ¿podrá ser una barracuda? Sí, la palabra “tiburón” ya anda dando vueltas pero, ¿y si no es más que un accidente náutico? Lo que destrozó a la nadadora Chrissie, de acuerdo al alcalde Vaughn (Murray Hamilton), tranquilamente podría apenas haber sido “la hélica de un bote”. Primera fase de la catástrofe: negligencia, ignorancia y, por supuesto, negación.

No pasan demasiados días hasta que se evidencia lo predecible: tras consultar finalmente con un biólogo (irrumpe así, tardíamente, el cuerpo científico en el conflicto), el Sheriff del pueblo, hasta ahora relegado a un segundo plano detrás del alcalde, se convence de lo que ya suponía: hay un tiburón dando vueltas, y las políticas tibias y su sinfín de excusas no harán nada para detenerlo. El científico, claro, le regaña: “no, no fue un “accidente náutico”, no fue una hélice, no fue el arrecife de coral, y no fue Jack el Destripador. Fue un tiburón”.

El pánico ya está en las calles, y es aquí en donde la ficción comienza a parecerse demasiado a la realidad. El sheriff y el científico elevan su preocupación al Alcalde, y este responde primero con evasivas, luego con una postura netamente capitalista: lo primero no es la salud, sino la economía, y ambas en Amity Island parecen ser antogonistas. No solo eso, sino que además es importante ocultar las verdaderas dimensiones del problema. En palabras del Alcalde Vaughn, “si gritás “¡Barracuda!” todo el mundo se pregunta “qué es eso”, pero si gritás “¡tiburón!”, tenés una escena de pánico”. Por si fuera poco, al Sheriff, que no es un nativo sino un outsider recientemente llegado a la isla, se le recuerda que el pueblo vive del turismo, y que cerrar las playas dañaría la economía.

Conviene hacer una pausa en este punto porque, nobleza obliga, esta premisa que anticipa la falsa dicotomía antes mencionada, no pertenece originalmente al film de Spielberg y ni siquiera a la novela homónima de Peter Benchley. Su origen más claro puede rastrearse hasta el teatro, bajo la pluma de Ibsen. El sheriff es, en definitiva, “El enemigo del Pueblo”.

tiburon 2

Ahora bien, analicemos este punto: se presentan varias opciones para atacar el problema, pero aún desconociendo (mejor dicho, “mirando para otro lado”) a la hora de entender cómo el pueblo llegó a estar tan expuesto e indefenso ante tamaña amenaza, se actúa de manera torpe, improvisada y tardía. El Alcalde, que a esta altura puede apellidarse Trump, Bolsonaro o Johnson -da igual-, se muestra reticente hasta las últimas consecuencias a la hora de cerrar las playas, y aún cuando toma la decisión no busca subsanar (mucho menos, reconocer) errores y desidias, sino “salvar lo que queda del resto de la temporada”. Previo a su débil e improvisada decisión, el iracundo biólogo Hooper (Richard Dreyfuss) le advierte a los gritos: “lo que está claro acá es que no van a ocuparse del problema hasta que salga del agua y les muerda el culo”. De haberse orientado en otra especialización, quizás más ligada a la infectología, el bueno de Hooper posiblemente se hubiera enojado del mismo modo al encontrarse frente a un sistema empeñado en desfinanciar la prevención de enfermedades, por el simple hecho de que “no es negocio”.

A partir de este momento, Tiburón da un giro brusco y pasa del suspenso a la aventura, cuando las voces irresponsables caen por su propio peso, y dan lugar a lo que se debió hacer en un principio: no ocultar el problema sino atacarlo, y cambiar completamente la política de un sistema que ya no funciona (y que, si miramos atrás en el tiempo, estaba condenado a fracasar).

Los paralelismos con el COVID-19 aquí terminan: resulta improbable suponer que un reducido puñado de héroes podrá embarcarse en la titánica tarea de vencer a un monstruo (casi) invisible en cuestión de días, con apenas un par de herramientas precarias y algún que otro juguete de última tecnología, fruto de la desinteresada filantropía del millonario biólogo Hooper.

La película no cuestiona cómo es que la isla llegó a estar tan indefensa (si reemplazamos “isla” por “aldea global”, casi sin quererlo aquí tenemos otro paralelismo), pero sí aparece una pista: sus gobernantes, confiados en que los tiburones no nadan por esas aguas, deciden pasar por alto la importancia de un sistema para proteger a sus habitantes y no sus propias ganancias.

Y ahora sí, queda evidenciado el dilema falso. “El salvemos a la economía, enemiga de la Salud”, se sostiene sobre la directiva de oponer al despliegue del tiburón / coronavirus los pobres recursos de sistemas sanitarios en crisis, al borde del colapso, herencia de décadas de pésimas decisiones para la población (ajuste fiscal), y para colmo, de manera tardía y como voz única: la emergencia es tal que, se nos dice, ya no acepta siquiera otras voces y enfoques. Como demuestra el Alcalde Vaugn, esta serie de decisiones se ampara en la decisión estatal de no tocar las ganancias del capital. Y lo que es peor: ni siquiera hubiesen sido necesarias,  porque el monstruo / virus podría haber sido previsto y contenido, si se hubieran desarrollado diversas precauciones (investigaciones), lo cual hubiera facilitado la creación de playas más seguras (¿acaso en forma de vacunas?).

Pero finalmente, al igual que en la vida real, sucede lo obvio: por mencionar apenas un ejemplo de estos días, Boris Johnson, uno de los tantos que pretende salvar a la economía, tiene coronavirus. Y al Alcalde Vaughn, después de no tanto tiempo, el problema le ha saltado desde el agua y mordido fuertemente el culo.

txt: Mariano Torres

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